Dejemos el problema de si es o no aconsejable basar un sistema de hacienda pública en el engaño intencional de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Basta con hacer hincapié en que esa capciosa política resulta frustránea. Aquí resalta la verdad de la famosa sentencia de Lincoln, relativa a que no es posible embaucar a todo el pueblo perpetuamente. Con el tiempo, las masas llegan a comprender los ardides de sus gobernantes. Entonces caen por tierra los planes de inflación tan hábilmente confeccionados. A pesar de lo que hayan dicho los complacientes economistas oficiales, el inflacionismo no es una política monetaria que pueda considerarse como una alternativa a una política de moneda sana. Cuando más, representa un expediente temporal. El problema principal de una politica inflacionaria estriba en detener ésta antes de que las masas hayan descubierto los artificios de sus gobernantes. El hecho de recomendar abiertamente un sistema monetario que únicamente puede operar si sus rasgos esenciales se ignoran por el pueblo, entraña una gran dosis de ingenuidad.
Los números índices constituyen un medio muy crudo e imperfecto de «medir» los cambios que ocurren en el poder adquisitivo de la unidad monetaria. Como en el campo de los asuntos sociales no existen relaciones constantes entre determinadas magnitudes, ninguna medición es posible y la economía jamás puede convertirse en cuantitativa. Pero el método de los números índices, a pesar de los inadecuado que es, desempeña un papel importante en el proceso que, a lo largo de un movimiento inflacionario, determina que el pueblo se dé cuenta de la inflación. Una vez que el uso de los números índices se generaliza, el gobierno se ve obligado a retardar el ritmo de la inflación y a hacer que la gente crea que la política inflacionaria representa un expediente provisional, adoptado mientras dure una situación crítica que se espera que pasará, por lo cual dicha política cesará antes de mucho. Mientras los economistas oficiales todavía elogian la superioridad de la inflación como sistema permanente de manejar la moneda, los gobiernos se ven forzados a proceder con circunspección al aplicarla.
Es lícito calificar como carente de probidad a una política de inflación deliberada, toda vez que los efectos que se buscan mediante su aplicación, únicamente pueden alcanzarse si el gobierno logra engañar a la mayoría del pueblo sobre las consecuencias de dicha política. Mucho de los campeones de políticas intervencionistas no sentirán mayores escrúpulos con motivo de esta especie de superchería, pues, a sus ojos, lo que el gobierno hace nunca es reprobable. Pero su altiva indiferencia moral está perdida cuando se trata de oponer una objeción al razonamiento económico en contra de la inflación. A los ojos del economista, la cuestión fundamental no radica en que la inflación sea censurable desde un punto de vista moral, sino en que no puede funcionar salvo cuando se recurre a ella con gran moderación y, aun en ese supuesto, exclusivamente durante un período limitado. De ahí que el recurso a la inflación no pueda considerarse seriamente como una alternativa a un patrón permanente como el constituído por el talón oro.